Hubo una vez un pensamiento que se atrevió a soñar, le interesaba ser él mismo, ivir intensamiente, potenciar todos sus talentos y posibilidades.
No aceptaba la monotonía de la vida.
Fiel a los principios que solamente se atrecia a vuelos rastreros, sin alma, detrás de los desperdicios que arrojaban los humanos.
El pensamiento sentía en su alma la llamada de las alturas, la vocación de la libertad, para poder atreverser a proponer una vida distinta, le aislaron, le dejaron solo, le tacharon de loco, le desterraron.
Era soñador, aceptó la soledad de aprender de nuevo, la soledad de la búsqueda atrevida, de la tempestad del oleaje del mar, la lluvía de los cielos y los horizontes olvidados.
En la profundidad de su corazón dolorido, sentía que sus alas, podrían volver a crecer para volver a abrirse a la inmensidad de lo desconocido.
Y se arriesgó, tras muchos ensayos fallidos, un día, se encontró surcando las alturas del cielo rumbo a la eternidad. Y ese día, entendíó por que y para qué había nacido.
Palpó el vértigo de lo profundo vivio la originalidad, la iniciativa y creatividad.
Experimentó las curvas de la perfección, llegó hasta el final de lo aprendido, hasta la raíz, el manantial de su propio ser.
Ya dejó de tratarse de seguir buscando la libertad, de como poder ser libre, sino de acabar tranquilo.
Se entregó, sin ataduras, sin temores. Quería volar experimentar otra vida, atreverse a ser libre, y se atrevió, a vivir y volar.
No hay mejor vuelo, que el último suspiro, la despedida del de aquí para ir al más allá.